sábado, 13 de febrero de 2010

LA PROFECÌA DE SOCRATES

Tomado del artículo escrito por María Cecilia González, en el Dominical del Colombiano, del 29 de septiembre de 1996.
Del año 469 al 399 a. de C., vivió en la renombrada Atenas de Pericles un curioso personaje que por su extraña y asombrosa personalidad, no solo ha pasado a la historia como un símbolo, sino, en palabras de Jaeger, como el fenómeno pedagógico más formidable de la historia de occidente. Se trata de Sócrates, un hombre perteneciente a esa capa media del pueblo heleno donde el espíritu ático, amante de la libertad, la belleza, la justicia y la sobriedad, anidaba con más fuerza que en aquellas esferas donde aires de escepticismo, individualismo y vida fácil, provenientes del extranjero, habían comenzado a hacer tambalear el invaluable legado axiológico de sabios como Solòn. Justamente, la juventud y madurez de Sócrates transcurren en aquellos famosos años de rápido auge que el orgullos y seguridad en sí mismos, derivados de la increíble victoria sobre los persas, desencadenaron en la polís de lo atenienses.
La ciudad vivirá la estructuración de su más completa democracia, el apogeo de su poder en el exterior o consolidación de lo que se ha denominado imperio de Pericles, y el florecimiento clásico de la poesía y el arte. Es éste, precisamente, el momento en el cual Atenas, en virtud de su poderío y gobierno democrático, se ve inundada por influencias de toda clase y procedencia, en especial, las emanadas del inquieto espíritu investigador jónico, cautivo en los poderes en lucha de la physis, y en la fuerza de un logos cargado ahora, de arrogante y peligrosa locuacidad.
No sabemos a que edad comenzó Sócrates la actividad con que los diálogos de sus discípulos Platón, Jenofonte, Antístenes y Esquines lo representan. Tampoco conocemos, hasta donde las palabras que habla el Sócrates protagonista de aquella literatura dialéctica, reflejas su pensamiento, o si se trata más bien del de sus alumnos quienes movidos por la admiración y el recuerdo del maestro, siguen a Platón en su invento literario del diálogo filosófico. Lo cierto del caso es que : aquel hombre del pueblo, hijo del cantero Sofroniscio y de la comadrona Fenareta, que profesaba ser prácticamente del mismo oficio de su madre pero aplicado a las almas de los hombres; aquel Sócrates que en virtud de la respuesta délfica que proclamó no existir nadie más sabio que él, dedicaría su vida entera a la tarea de andar interrogando a todos cuantos se decían sabios, demostrando que la sabiduría a la que hacía referencia el dios era la conciencia de no saber nada; este personaje a quien los sofistas y políticos encontraban burlón e insoportable con su eterno preguntar desconcertador; este hombre a quien por el poder aletargado de sus palabras, el sofista Menón compararía con un pez torpedo y, el aristócrata Alcibíades con un encantador de la talla del flautista Masias; este conversador singular por quien, para escucharle, Antístenes no dudaba en echarse a diario la caminada de casi ocho kilómetros entre el Piero y Atenas; este varón que a juicio de sus amigos y discípulos fue el mejor, a más de ser el más sensato y justo de los hombres de su tiempo; lo cierto es que, un día del año en que debía cumplir su 70 aniversario de nacimiento, fue condenado a muerte por la asamblea popular de los atenienses, acusado de “corromper a los jóvenes”, y de “no reconocer a los dioses de la ciudad” en tanto poseía “extrañas creencias relacionadas con daimones”. Para los estudiosos de este hecho histórico y de la vida y enseñanzas de este personaje, siempre han sido motivo de investigación y reflexión, las razones de aquella Atenas de comienzos de siglo IV (en plena crisis político-social, y deterioro de sus valores morales), tuvo para condenar a Sócrates a la pena capital, y el motivo por el cual el anciano filósofo, no condujo su defensa con la habilidad discursiva que le caracterizaba, hacia su salvación.
Intriga saber, por qué, ese que en los diálogos de Platón se nos muestra feliz de vivir y el polo opuesto de un espíritu amargado, en los últimos momentos de su vida causó la impresión de haber buscado la muerte. Indudablemente llama la atención el hecho de que pudiendo, como Anaxágoras y Protágoras antes de él lo hicieron, no presentarse ante los jueces e irse de la ciudad (lo más probable es que en la intención de sus acusadores sólo hubiese existido el propósito de desembarazarse de él más que causar drama), aquella mañana en cambio, hubiese salido de su casa para el tribunal tan tranquilo como si se dirigiese hacia el mercado. ¿Por qué no preparó debidamente su defensa y más que encaminar sus palabras a ganarse a los jueces, las dirigió con altivez e ironía a burlarse de ellos y por ende a desencadenar su condena? Si la apología de Platón nos describe con exactitud las frases que Sócrates pronunció aquel día ante sus jueces, hemos de reconocer que el tribunal se mostró mas bien ecuánime en su fallo. Y es que puede entenderse que el filósofo, siendo inocente, haya considerado indigno mendigar indulgencia a sus jueces, pero resulta comprensible que en el momento que necesitaba contar con la simpatía de todos, optase por hacerles oír verdades desagradables e ironizara a su costa. ¿Si en sus manos estuvo solicitar como pena una multa o el destierro, por que prefirió ironizar diciendo que, como a su juicio, no merecía ningún mal, pedía como pena la manutención del Pritaneo (honor concedido por el Estado a los triunfadores olímpicos)? Finalmente, ¿ Por qué, siéndole posible huir de la cárcel, no lo hizo? Según nos refiere Jenofonte en su Apología de Sócrates, el filósofo recibió y sufrió con alegría la muerte porque estaba persuadido de que, a su edad, le era preferible morir a vivir. En adelante, lo único que la vida le depararía sería la terrible vejez con la consecuente perdida de sus facultades y el padecimiento de un cúmulo de enfermedades. Morir a los 70 años, después de que hasta el presente ningún hombre le ganara en vivir mejor, bien podía tenerse por un don de la divinidad. Momento más oportuno y muerte menos penosa no podían concedérsele a un mortal. ¿Será que, en efecto, la entereza de Sócrates en el juicio, en la prisión y a la hora de su muerte se debió a un deseo de morir cuando su cuerpo rebosaba aún de salud y su alma era capaz todavía de tiernas afecciones?
Para algunos, en el Critón de Platón, ese diálogo sobre el deber que, casi la víspera de su muerte, en la prisión, entabló él con uno de sus más fieles alumnos, se halla la clave de su comportamiento. Para Critón no era justo que Sócrates se dispusiera a entregar su vida cuando podía salvarla aceptando que sus amigos, con dinero, le organizaran la fuga de la cárcel y luego, la huida de Atenas al sitio que él quisiese.
Todos los que tanto le debían, estaban dispuestos a dar sus fortunas con tal de salvarlo. Pero el filósofo, después de proferir la más convincente prosopopeya de las leyes que en época alguna haya podido pronunciarse, deja muy claro que, aunque inocente, prefiere la cicuta justicia a una huida que, además de escarnecer las leyes de la ciudad donde siempre había vivido libremente, dejaría sin fundamento éstas, sus enseñanzas:
La virtud y la justicia, las normas tradicionales de conducta y la leyes han de gozar de la máxima estimación de los hombres. No debe devolverse injusticia por injusticia ni hacer daño a hombre alguno, ni aún en el caso de que recibamos de ellos un mal, sea el que fuere... En la guerra, ante el tribunal y en todas partes hay que llevar a cumplimiento lo que la ciudad y la patria ordenen, o convencerlas de acuerdo con las exigencias de la justicia.
Y el filósofo concluye que no podía comportarse más ridículamente si, a su avanzada edad, con pocos años de vida por delante y después de haber vivido tantos años sin cometer injusticia alguna, decidiera ahora, a causa a causa de un excesivo apego a la vida, quebrantar las leyes más sagradas. Así, el ciudadano más amigo del pueblo, hubo de ejercer su vocación política, no-políticamente.
Vale la pena recordar la anécdota que Jenofonte consigna en su Apología, de aquel momento en que Sócrates hace ver a sus llorosos amigos que no deben afligirse por su muerte. Cuenta el historiador que Apolodoro le dijo: Sócrates, me es enteramente insoportable verte morir injustamente. A lo cual el maestro respondió sonriendo: ¿Pero, Apolodoro, preferirías que muriese justamente a que muera justamente? Esta sonrisa de Sócrates, que también nos refiere Platón en el Fedón, nace de estar en paz con el dios que le ha hecho apreciar como el mayor bien del hombre, el discurrir y examinarse a sí mismo y a los demás. Vida peor que la muerte sería sin duda, renunciar a la libertad de hablar, preguntar, conversar y actuar como su dios se lo ordena.
La sonrisa del filósofo es la negativa a dejar de ser él mismo, a renunciar a su misión educadora. Si el dios de Delfos con su oráculo lo había destinado a ser el “tábano” de los atenienses, indudablemente, una vida sin poder llevar a cabo tal misión, carecería de sentido. Puede decirse que la misión a la cual se consagró Sócrates fue actuar, como su padre el cantero, en una escala artesana: busca individuos para hacer de ellos personas modela las almas por medio de sus palabras, a veces pedantes e irónicas, pero siempre despertadoras de inquietudes y cuestionadoras de las opiniones y de los signos convencionales de la sociedad.
De las almas va quitando el peso del pensamiento implícito que la costumbre y la tradición nos impones, sin otorgarnos el derecho a la duda y el asombro. Paciente y amorosa mente se dedica a su misión de sustraer de todo dogma y convención a las almas para, una vez se contemplen a sí mismas, hallen en su anhelo de perfección, la fuerza interior que las conduzca a la felicidad. Más, sucede que tras su labor artística, este escultor de hombres interiores va produciendo en sus interrogados un efecto ambiguo, el de suave encantamiento y terrible malestar a la vez. No en vano Atenas, al tiempo de llegar a sentir la necesidad de Sócrates, la necesidad de una vida nueva, llegó a considerarlo también molesto para la ciudad que se asentaba en antiguas tradiciones, y es que siempre resulta más descansado seguir viviendo como es rutina, sin preguntar nada sobre lo que se hace y sobre la manera justa de hacerlo. Obvio que Sócrates, buscando la felicidad que se construye desde el interior del hombre mismo, haya hecho perder la felicidad más inmediata, la más al alcance de todos: la de la inconsciencia sin conflictos y sin problemas.
Que Sócrates, más que discípulos tenía amigos, no debe extrañarnos así como tampoco que lo que con más firmeza se grabara de este en la mente de aquellos, haya sido su calidad humana, la coherencia de su conducta con sus principios, la entrega a esa su misión de no dejar en paz a los atenienses y no permitirles su ilegalidad, la injusticia, el relajamiento de la virtud, la decadencia. Un individuo tal, indudablemente tenía que tener también sus enemigos y ser considerado un peligro para aquellos en la ciudad que proponían como único evangelio el del “tener”. La enseñanza de Sócrates era la del no saber y esta inciencia no producía tener alguno. ¿Cómo entonces no considerarlo un “corruptor de la juventud?” Así, en el juicio al filósofo, la balanza se inclinó n esa decadente Atenas, hacia la decisión de matar la voz que la acusaba y ponía al descubierto su vergüenza. Este tábano molesto que acosaba no irse a otra parte y que antes bien, hacía de su defensa una excelente ocasión para hundir de nuevo su aguijón en las almas de los atenienses, no había más remedio que acallarlo con la cicuta.
Pero los silenciadores de la voz critica de Atenas se engañaron. No supieron desvelar el signo oracular que la sonrisa del filósofo constituía, ni siquiera con la ayuda de éste, su vaticinio:
Una profecía quiero haceros; no en balde me encuentro ahora en aquella situación en que más profetizan los hombres, es decir, cuando tienen la muerte próxima. Yo os aseguro, hombres que me habéis condenado a la última pena, que inmediatamente después de mi muerte os llegara un castigo mucho más duro, que el que me habéis infligido con vuestra condena.
Habéis hecho esto ahora en la idea de que nos veréis libres de rendir cuentas de vuestra vida, pero os sobrevendrá todo lo contrario: serán más los que en adelante os pidan más cuentas y serán más duros, por cuanto que son más jóvenes. Si creéis que dando muerte a hombres vais a impedir que se os eche en cara que no vivís rectamente, discurrís mal. Este es el vaticinio que, al partir, os hago a los que habéis votado en contra mía. (Platón. Apología de Sócrates).Y, en efecto, a pesar de que el maestro nada dejó escrito, su voz no se extinguió. La conmoción que su muerte causó entre sus discípulos, los llevó a generar una corriente literaria y espiritual que constituyó la “socrática” y que demostraría a su época y a la posteridad, que una voz exhortadora y modeladora de hombres libres, resulta insilenciable para cualquier justicia humana. Ese nuevo siglo de la historia de Atenas que se abriera con la condena y muerte de Sócrates, dizque para borrar su figura y su palabra de la memoria del pueblo ateniense, irónicamente, no escuchó otras voces, ni otras enseñanzas que las que la socrática pronunció. Atenas dio a luz la filosofía que se constituiría con el tiempo, en la fuente más importante de su poder espiritual ante el mundo.
Tu bebes con los dioses, oh Sócrates, ahora. Sabio te llamo dios, que es sólo el sabio, y si los atenienses la cicuta te dieron, brevemente se la bebieron ellos por tu boca.(Diogenes Laercio. Epitafio a Sócrates)

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